Lo tangible del Museo del Escritor en la ciudad. por María Luisa Mendoza

Lo tangible del Museo del Escritor en la ciudad
María Luisa Mendoza
Excelsior 10-Ene-2009

“Fin de la temporada clásica, empieza el romanticismo”… así decía la maestra Dulce María en las clases de literatura en primaria, y la palabra romanticismo nos estremecía, venía corriendo Calixto tras Melibea o el Mío Cid majestuoso defendiendo a sus hijas de los Teruel, que las habían amarrado a los árboles para violarlas. Romanticismo era eso, un gran amor sin claudicaciones. Así ahora en los balbuceos de enero, donde cala el frío, la carestía, la remembranza, y uno que otro recuerdo de las fiestas recientes, los libros leídos y la conciencia agradecible a Dios de ver, oír, gustar y tocar en sucesivas o consecutivas respiraciones. Por eso las páginas en blanco del año 2009 (apenas un caracol arrastrando su concha) se vuelven un tanto difíciles como empezar a escribir la dichosa novela. Cumplir lo prometido y volver a cumplir, todo con la fe de irnos a pelar porque el amor inextinguible a la vida nos librará aunque arrastremos la cobija, para ser claros. Así está bien empezar la escena, hablando de un libro publicado por Axial con la novela más que contemporánea El amor intangible, de René Avilés Fabila, donde nos encontramos con el logro de un escritor frente a los inventos del hoy verdadero, la posibilidad de ejercer el amor en el filtro helado de la computadora. Esta circunstancia en mucho hace real —es un decir— las triquiñuelas de la imaginación, lo virtual se compagina con otra voz, otras voces, y es capaz de reproducir quizá más intensamente el acto amoroso como lo consiguen ciertos sueños fugaces por demás olvidados.
Recuerdo alguna vez haber leído una novela de cintas grabadas, maestra en muchos aspectos, es como haber pasado de aquellas novelas antiguas donde el arte del diálogo se convierte en verdadera prueba de un gran escritor, cito La montaña mágica, de Mann, por evocar de pronto los diálogos más allá del teatro que es la síntesis absoluta del hablar y responder, digamos, arte por mí, si no desdeñado, sí no frecuente, extraño en una profesional de la entrevista, trozo fundamental de la misma. Por ello, el libro de Avilés Fabila me ha despertado la admirancia de nuevo, primero por lo muy bien alcanzado el amor de máquina a máquina, de espíritu al espíritu, luego por la maestría con la cual el escritor se empeña y sigue en su anhelo de conseguir usar instrumentos que a nosotros, del siglo pasado, nos siguen asorpresando por la facilidad, rapidez, con las que alivian el trabajo diario. Pues bien, a esa labor nuestra, la computadora nos ayuda, pero nada más, en el caso de El amor intangible alcanza las procuraciones de ardores y celos y eso Fabila nos lo hace saber así como así, esquivando la dificultad de expresar los sentimientos elegantemente y haciéndolos verdaderos, bien tangibles en cambio. Las computadoras son capaces de empujar grandes jugarretas, no están allí, impávidas y encendidas, esperando nuestros pensamientos para llevarlos raudas, a otros ojos, otras mesas de trabajo, otros países. La computadora de los personajes de Avilés se burla en ciertos aspectos crueles de ellos, los junta, los deja. Un buen día se aburre y condena a los dialogantes a la soledad, que es en última y primera instancia lo habitual en los corazones.
Me gustó mucho la novela, breve por otra parte, pero redonda en lo pretendido, y me dio cierta envidia, a mí ocupada en pequeños detalles vitales decimonónicos y proustianos. El novelista nos vuelve a dar pruebas de su disposición a vivir sin escapatorias, por difíciles que estas sean, lo real de nuestros días, es cierto que sin detenerse en aconteceres políticos para situar los tiempos donde ocurre ese amor extraño, sin pieles y manos, labios y cabellos, haciendo a un lado su vocación de crítico político como lo es, de organizador literario al grado de construir, ayudado por su sensacional mujer Rosario Casco, una fundación para volverla Museo del Escritor, asunto por relatar largo y tendido en otra ocasión, porque el escritor está empeñado en darle a México un lugar donde estén escritos primeros, apuntes, procesos y correcciones de los hombres de letras de este país. En la actualidad hay casas dedicadas a menesteres que vienen o no al caso, de boxeadores o prostitutas, de danzoneros o escaladores de montañas, pero de quienes se dedican a este oficio desolador y agrio, abandonado de justicias y respaldos, solamente a veces florecen homenajes, digamos, breves u olvidadizos.
El reciente homenaje a Carlos Fuentes es una raya en el agua, y si bien fue tal vez desmesurado, cumplió no obstante con la obligación elemental de honrar a quien nos honra. Sería de nombrarse el otro homenaje en Bellas Artes a Jaime Sabines, poeta insigne, quien pudo recibir en vida la devoción de cientos de lectores que recitaban sus versos de memoria al mismo tiempo que el chiapaneco. Pero un lugar donde veamos el chaleco dorado y el reloj con leontina del abuelo de Rubén Bonifáz Nuño, los manuscritos de José Agustín y quizá el de Juan Rulfo (depositado en las oficinas de los becarios del Centro Mexicano de Escritores), es posible enriquezcan ese Museo, a la espera de una sede proporcionada con justicia por el Gobierno de la ciudad a Rulfo y todos los becarios del histórico Centro. Insisto, Avilés Fabila podrá así cumplir con su anhelo generoso. Bien tangible. Bien amoroso.